Por Carlos A. Valencia O.
LA ASAMBLEA GENERAL (208)
Era una de las tantas mesas en la Asamblea general citada como con quince días de anticipación de acuerdo a los Reglamentos Vigentes. Ahí estaba el informe “ladrilludo” difícil para él de entender y el viejito ese escuchando preguntas de socios muy jóvenes que quieren sobresalir por sus “conocimientos y su actitud” algo muy propio de la juventud que esta buscando su identidad.
“Vigésima Quinta Asamblea Ordinaria del Fondo de Empleados Metalmecánicos – “Fondemetal” Y don Cicerón Satizábal Lingüinis no quería perderse de algo que lo hacía sentir de 60 cuando había pasado de los 70. Estaba lúcido y ávido de vivir porque su vitalidad quería salírsele del cuerpo y hacía 15 años que estaba disfrutando de su pensión de jubilación muy a su pesar porque quería seguir trabajando pero la empresa le dijo que no. Necesitaban su puesto para un familiar del Jefe de Personal.
A casa se fue a jugar con sus nietos, tres amores nuevos en su vida, unos muchachitos por quienes valía la pena vivir. Su alma ruda se enterneció con los inventados juegos infantiles y su paciencia a prueba de pelotazos, gritos, brincos y admoniciones. Eso era lindo y suave comparado con los taladros, la grandes llaves inglesas, las tuercas y los tornillos que había apretado tenazmente durante 32 años. Largo rato divagó su pensamiento hasta que regresó a los intríngulis legales de una elección de Junta Directiva.
Algunos compañeros lo propusieron para encabezar una lista y posiblemente hubiera sacado suficientes votos como para ser el nuevo Presidente de la Junta Directiva de “Fondemetálicos” Lo pensó por un fugaz instante pero volvió a poner sus piés sobre la tierra. “¡Ahhh… qué pereza a estas alturas de la vida lidiando con compañeros muy queridos pero casi analfabetas y duros de convencer. A otro perro con ese hueso!” Él no estaba para esas cosas a esta altura de sus años. “Tranquilidad hermano, tranquilidad para este genio tan bravo que me gasto. De pronto hasta un infarto me dá luego de una discusión bien berraca por alguna decisión mía. Yo me conozco”.
Le gustaba más caminar, llenarse los pulmones de aire puro, conversar con los pajaritos, con los burros y con las vacas o con cualquier animal que encontrara en su camino. Pero sin que nadie se diera cuenta de sus “conversaciones” con estos animalitos porque no habría de faltar el familiar o el amigo que lo declarara loco y le cortara las alas a su imaginación. Pero la verdad era que ellos no sabían de lo que se estaban perdiendo.
Nunca un burro, una vaca o un pájaro le dieron respuesta a sus preguntas, pero sus actitudes pacientes y su silencio contenían más mensaje que las horas y horas de charla insulsa en un cafetín hablando pendejadas con un grupo de muy buenos amigos, pero con quienes no podía compartir sus secretos con los animales. Posiblemente lo hubieran echado a un lado y lo hubieran mirado como cosa rara. Así que era mejor ser cautos en cosas como esas, difíciles de entender para otras personas.
De lo que no pudo sustraerse fue del bullicio y de la discusión del Artículo 71 de los Estatutos que daban la norma para la Elección o re-elección de Revisor Fiscal. Muchos de sus amigos saltaron a la palestra a hablar bobadas, a defender posiciones difíciles, a tratar de convencer, pero no lo lograban. Tenían mucho para hablar pero muy poco para decir. Se notaba su deseo de figurar, porque esta ocasión la tenían sólo una vez cada año con motivo de la Asamblea General y había que aprovecharla aunque “metieran la pata” como sucedía siempre cada año. Los 364 días restantes estos amigos pasaban inéditos alegando con sus esposas o quejándose del gobierno o echándole la culpa a alguien de la mala situación económica del país.
Para don Cicerón la cosa no era tan grave. Tenía su modesta pensión de 879.500 pesos mensuales (luego de sacarle el IVA y el descuento para “Fondemetal”) dinero que le permitía vivir decentemente. Porque luego de trajinar por este mundo malgastando su salario en trago, en viejas y en pendejadas (algo muy propio de la juventud) decidió aprender a vivir con poco y a tener la alegría de vivir como rico siendo pobre, porque aprendió a administrar sus pesos y centavos con sabiduría. Además, Dios lo premió con un par de hijos excepcionales que le ayudaban a mantener la casa, y las necesidades más urgentes de doña Cleotilde la mamá. Lo demás era lo de menos.
El señor Presidente de la Asamblea preguntó: “los que estén por la afirmativa por favor levanten la mano” Estaba tan absorto en sus pensamientos que no se percató de qué se trataba y tuvo que preguntarle a un vecino que le informó que era para la re-elección del Señor Auditor Fiscal: “¡Ahhh sí… yo por don Aniceto si voto. Es un buen pescao!” Y levantó la mano.
Luego vino el informe del señor Contador. Pocón sabía él de contabilidad, pero lo que si entendió muy bien fue cuando dijo que había un excente de 80 millones de pesos para repartir equitativamente entre el monto individual de cada socio contribuyente. Se puso a pensar que le iban a tocar unos pesitos y ya tenía en qué gastarlos: esa hermosa caña de pescar a la que le había echado el ojo hacía como un año. Y se refociló con lo bueno que iba a pasar pescando “lángaras” en compañía de su buen amigo Abelado “Tostada” Agudelo otro jubilado como él.
Anticipadamente pensó en ese glorioso domingo en el que estrenaría caña, sebo, sedal y flotador navegando plácido entre la corriente del río esperando el “tarascazo” del pez de turno que tensaría el nailon y lo pondría a recuperar carretel, para luego descubrir un zapato viejo enganchado en el anzuelo. “¡Desgraciaos pescaos tan astutos!” Y le puso nueva carnada al anzuelo.
Nunca fue un buen pescador pero disfrutaba del entorno, del silencio de la “cháchara” inoficiosa, del canto de los pájaros, del rumor del viento entre los árboles y el paso lentísimo de las nubes que viajaban en lontananza, eternas viajeras de otras latitudes. No era tanto pescar sino descansar en paz, sin que su mujer o sus hijos le increparan por cualquier tontería que los viejos suelen hacer. Es que entre más viejo estás más perfección te reclaman quienes te quieren. “¿Y quién les dijo que yo era un ángel. Nunca lo he sido, ni cuando era de este mundo!”
“¿Y a qué hora sirven la comida… no saben que uno con hambre no puede pensar bien?” Y ya eran las 9:30 de la noche y los meseros no se movían, no ponían platos, ni cubiertos, ni servilletas. La cosa pintaba muy aburridora porque el Orden del Día no se agotaba y parecía como si a los socios contestarios les gustara más discutir pendejadas que comerse una deliciosa chuleta. Así que se levantó sin decir palabra, salió del recinto ante la indiferencia de sus amigos que bostezaban de cansancio y de hambre y fue hasta el restaurante de la esquina. Pidió una deliciosa chuleta de cerdo y una gaseosa, agarró cuchillo y tenedor y despachó ávidamente las viandas:
- ¡Pobres pendejos: cuando les traigan la comida les va a servir de desayuno. ¡Conmigo no… yo no me pongo a hacer gracias con el estómago porque estoy muy viejito para eso. Allá ellos!
Pagó la cuenta, paró un taxi y salió para su casita. Eran las 10:21 de la noche y ya se sentía trasnochado.
NOS VIMOS.
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