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8/5/11

El bizantinismo como deporte nacional

La Patria/ Opinión/ Mario Calderón Rivera/ 2011-05-08 00

El milagro tecnológico de las comunicaciones nos permite a todos los ciudadanos del mundo con un mínimo de curiosidad intelectual, explorar cualquier episodio en la historia del mundo y del universo. Y desde luego la historia de la nación a la que pertenecemos, cambiando con ello la historia ingenua y mentirosa de Henao y Arrubla por la de un país ineludiblemente atado a una época y a realidades geopolíticas siempre cambiantes.

Desde nuestros años de aprendizaje básico sabemos que el Imperio Bizantino correspondió a un momento en que la decadencia del Imperio Romano indujo al traslado de su poder político a la antigua ciudad de Bizancio, rebautizada luego como Constantinopla. Se marcó así una clara división del mundo -que se prolonga hasta nuestros días- entre Oriente y Occidente como dos vertientes culturales diferentes y a veces contrapuestas. La desaparición del Imperio Romano en el año 476 con la toma de Constantinopla por los turcos, descendientes de tribus que luego evolucionaron a ser parte esencial del Imperio Otomano como columna vertebral del Islamismo.

El término de "bizantinismo" tiene, además de su dimensión histórica incalculable, un sentido peyorativo suficientemente conocido. Que guarda una clara relación con los rasgos distintivos de la estructura teocrática del poder político. De ahí el término de "cesaropapismo" como una subordinación ineludible de la Iglesia al Estado.

El ejercicio sobre el origen etimológico del término "bizantinismo" se vuelve muy divertido cuando se compara con nuestro talante nacional. Porque esencialmente se origina en una diatriba interminable que comienza en una discusión (discussio en latín) que significa "agitación completa, confusión". Lo cual no descartaba el debate puramente intelectual y académico sin el uso de la violencia.

Las "discusiones bizantinas", sin embargo, eran y siguen siendo debates sin sentido sobre cuestiones etéreas, ajenas a la gente del común y que nadie puede probar en ningún sentido. Por eso se ha dicho que Colombia es el único país del mundo en que la gente se mata sin darse cuenta de que, por causa de la sinrazón, los contrincantes siempre han estado de acuerdo sobre las razones de su duelo sangriento.

En el Imperio Bizantino esos duelos eran por motivos religiosos. Que iban desde las batallas campales que libraban las verduleras de Constantinopla sobre si los ángeles eran masculinos, femeninos o hermafroditas. O la que los teólogos sostenían sobre si Cristo era Dios o solo Profeta. De ahí el dicho conocido de "se armó la de Dios es Cristo". Y en temas tan complejos como el dogma romano de la Santísima Trinidad en el que nunca se pusieron de acuerdo sobre el Espíritu Santo procedente del Padre (Dios) y del hijo (Jesucristo).

Cierto o no, el hecho es que la historia que ha corrido por todos tiempos y aún en textos de historiadores serios, es que cuando los turcos ya habían escalado las murallas de Constantinopla un sínodo de obispos estaba enfrascado en una lucha verbal sobre el sexo de los ángeles.

Relacionar el "bizantinismo" de Bizancio con la realidad colombiana y -sin dudar- la de América hispánica, con el "bizantinismo" de la cultura política dominante en Iberoamérica, no resulta un ejercicio difícil. Un simple repaso de nuestra historia republicana hace aflorar el nombre de Don Miguel Antonio Caro, prohombre del Partido Conservador, al lado de don Mariano Ospina Rodríguez fundador de esa colectividad. De él se dijo que se alimentaba de raíces griegas. Y sin haber salido de Bogotá fue elegido vicepresidente de Rafael Núñez, para luego sucederle para ejercer un mandato que -expedida la Constitución de 1886 que él mismo redactó- condujo por mil caminos a la Guerra de los Mil Días, después de que él enviara al destierro a un expresidente liberal.

Para Don Miguel Antonio Caro "la religión y el lenguaje eran los únicos aspectos que podrían mantener unido un país con tantas diferencias políticas como Colombia". Algo tan simplista, elemental y sin sentido como las seis décadas de violencia que han ahogado en sangre a Colombia con una guerra semántica y cruel sobre cada momento marcado por la ira demencial. O sobre si el comienzo de la violencia fue de bandoleros liberales, o de bandoleros conservadores, o simplemente de los comunistas. O sobre si el responsable de nuestro atraso es el destino o el imperio yanqui, o la avaricia de los ricos, o la resignación de los pobres. O simplemente el centralismo bogotano. O si a uno de los mayores criminales de la historia había que capturarlo vivo y no como se hace en cualquier sociedad de leyes: sin preaviso y a sabiendas de que pedirle licencia para entrar es prepararse para morir en el intento.

Pero Colombia no se cura. Ha llegado al paroxismo de su condición "bizantina". El país se olvidó de sí mismo para sumirse en lo increíble: negar la existencia de un conflicto armado con cientos de miles de muertos y aferrarse a la idea de que un reconocimiento tal implica necesariamente una legitimización de la fuerza guerrillera. Cuando el 99% de quienes se muestran los dientes saben cuál el camino racional para unir al país en torno a algo distinto a una "discusión bizantina" que la historia se encargará de cobrar a una clase política que cada día produce más frustración en la conciencia nacional. Porque hasta en las más elevadas cumbres del ejercicio político se ha infiltrado la obsesión que llevó a los parnasianos de Popayán y a los grecolatinos de Manizales a "sacrificar un mundo para pulir un verso". Y lo que es un fascinante juego literario en poesía puede convertirse en un tsunami en el manejo del interés público.

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